jueves, 17 de junio de 2010

DIARIO DE CLASE

DIARIO DE CLASE
El año que no hicimos nada

Rael Salvador
rael_art@hotmail.com

“Vivir por la misma vida: amor, poesía y sabiduría”.
Edgar Morin.Los alumnos me venían como de una prisión.
Habían pasado sus primeros años, sin saberlo, acosados y lastimados por la dictadura y la domesticación impuestas.
El único paraíso cercano que conocían, aparte de su inocencia y su candor, eran esos días en que la fortuna realizaba “junta de maestros” o el cielo mandaba un temporal imprevisto, entonces se perdían en las maravillas que florecen entre esa pausa divina que existe entre la casa y la Escuela: el vagabundeo.
Asustados, firmes, inmóviles, peinados hasta el dolor, enculados en sus mesabancos, me miraban con ojos de terror.
Yo no tenía ganas de dar putas clases.
Me había cansado la farsa comedida de ser “Maestro”, la faena instructiva de no sé qué mierdas, y ya sólo quería platicar, contarles cosas hermosas, soltarme de lengua, afianzarme las manos, la gracia, con ellos…
No deseaba que, con sus temblores y sus tartamudeos, me narraran sus traumas, todos impuestas desde la puerta de la familia al enfermo corazón del aula.
En la clase, lesa educación, me habían instalado esta oficialidad de dolorido dragón pluricéfalo.
Como un comercio religioso, la Educación ofertó sus sacrificios celestes y obtuvo sus desilusiones terrenales.
La verdad, lo sabemos, se manifiesta de diferentes maneras, pero hay métodos supuestamente formativos que más bien deforman “candorosamente” a los alumnos.
Ahora, como San Jorge, tendría que afilar la “espada” del lenguaje -- pletórico siempre de generosidad y capaz de hacer algo por los hombres y sus hijos -- y regresar a este grupo, de la intimidación existencial, a las cosas verdaderas.
Hay que castrar de un tajo a los fantasmas del crimen pro-conductista y melodramático, que tanto daño han hecho a la Educación, esa que hemos soñamos juntos los últimos dos siglos.
Como siempre, mis maestros más importantes en la Educación han sido los propios alumnos.
Ante el desmembramiento psíquico y sus ofertas de confusión y dolor, les antepongo la fiesta de los sentidos, la vagancia del placer, la resolución de la vida a través de que experimentemos algo más que una idea “moldeada” de nosotros mismos.
¿Somos mejor que lo que nos han enseñada a ser?
¡Desde luego!
Hay que desechar la “uniformidad” impuesta y tener ojos para ver en el otro la plenitud para aprehenderla.
Y uno está obligado, desde el dominio desenfadado de la plenitud, a servir de modelo.
Nacidos para movernos, la esclerosis social nos instala el sedentarismo del mesabanco y lo acentúa con el escritorio en el aula, estrado unidireccional y barrera contra todo tipo de diálogo y camaradería.
Fuera de todos los pretextos, instalamos el color de nuestros pasos, el bailable y la danza de un cuerpo que se embellece en la libertad del movimiento, que utiliza su calor como atmósfera y su abrazo como cobijo. Sí, que en ese trajín la querencia se nos vuelva pronunciamiento consolador, sístole y diástole, flujo y reflujo del corazón de la vida… El descanso en acción a toda la inmovilidad de que estamos hechos.
Nos regalamos la poesía como aliada, como una sabia locura bondadosa, pletórica de afectividad y mágicos excesos, que nos brinda el impulso al vuelo en nuestra elocución silenciosa, para que la palabra -- dicha, declamada o escrita -- no sea una ocultación de aquello de lo que en verdad somos.
Con un CD en el salón recreamos el canto, litúrgico o procaz, pero armonioso y rítmico, que desde el púlpito de las propuestas Clásicas -- Mozart y Beethoven, pero también Serrat, Piero y Corcobado --, en una danza de sonidos o en un revuelo de voz, que nos ofrece las guirnaldas de un alfabeto más común a la musicalidad gloriosa y su íntima sensibilidad transformadora.
Abordamos el pincel refractivo, el de la duplicidad del alma en la cartulina o la hoja en blanco o en la tierra; el de la complicidad técnica del misterio en la tela montada en el caballete; el de la realidad que se nos enmarca como una creación; el del reflejo absoluto de nuestra pulsación de arco iris que, en su sustancial mezcla de tintas y trazos, encuentra la inigualable emotividad en las múltiples categorías de nuestro garabato liberador.
Y así, el año que no hicimos nada, sino recrearnos las ganas de vivir. El año que se nos fue, pero que nos preparó par una geografía cósmica y una gramática divina, donde los signos del canto y el encanto, la magia del baile, la belleza de pensar, leer y escribir siempre nos estarán presentes.

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