martes, 6 de abril de 2010

LOVE STORY

LOVE STORY
Escribo esto sobre Mamá sólo para procurarme
algunos puntos de costura

Rael Salvador
rael_art@hotmail.com

“Elijo el camino que asciende porque mi corazón me empuja hacia lo alto”.
N. Kazantzaki.Tengo la iridiscencia multicolor de un botón en la mano, algunas hebras de hilo en él y la camisa de mezclilla abierta a la altura del corazón…
Y su nombre -- Olivia -- aparece en el teatro de mi mente.
Como ya todo lo escribo -- psicopatología literaria venida del Alzheimer --, estoy apuntando esta contingencia emocional en mi Cuaderno de Notas y, sin que lo solicite o lo tenga programado, de repente se deja oír el acorde de “Love Story”, la melodía que deshecho y desconsolado -- en la crudeza de lo consciente --, escuché un millón de veces en la consola el día de su muerte.
No puedo hacer nada: el latigazo de fría electricidad me dobla como una llama al viento… Dejo caer la pluma, los párpados: ¡Y, más bella y viva que nunca, ella está ahí!
¿Por qué suceden estas cosas? Soy un tipo que, a pesar de los laureles que otorga el lenguaje figurativo y sus amorosas estaciones desalmadas, detesta ampliamente lo que está fuera del espectro científico.
Conozco a pies juntillas las teorías de los Campos Unificados, desde Maxwell hasta Rupert Sheldrake, pero cada vez que la realidad tiene oportunidad de restregarme sus evidencias mágicas en la cara, regreso a mis libreros y repaso caviloso las ediciones propicias para reiterar en la lectura y en mi vida la solidez que justifica la coherencia de estos misterios…
Y, en la herida, la punta del diamante “¿Cuánto tiempo durará? / ¿Puede el amor ser medido / por las horas del día? / No tengo la respuesta ahora…/ Pero esto es lo que puedo decir: / Sé que la necesitaré / hasta que esta canción se consuma… /Y ella estará ahí”.
Aquella noche trágica no acepté el consuelo del alcohol, ni algún efecto de anestesia química para mi espíritu.
Estaba cansado, harto de verla trastabillar con su debilidad física y capital: un intenso y contaste dolor de cabeza que no le permitía pensar o mirarme a los ojos, ni tan siquiera tomase un vaso con agua (quería, quería, queria, pero el vaso terminaba en el suelo, roto… como nuestras vidas en ese instante).
A mis veinte años, harto de Dios y sus absurdos -- donde sólo el giro del disco de vinilo me procuraba un vórtice para que el dolor encontrara alguna fuga --, decidí ayudarle en sus costuras pendientes.
Entonces regresaba de trabajar en la Escuela Primaria y me ponía a coser blusas, vestidos y caprichos excéntricos -- ahí terminé de aprender lo que era la “moda” --, a la vez que complacía los exquisitos o desaguisados gustos de la amplia clientela de Mamá.
La tersura de las telas, sus brillos y sus tejidos, los catálogos y los patrones, el arco iris de los hobillos, la aguja de la máquina que, como un relámpago, hace su monótona música al coser… Y nuestros libros, nuestros amorosos libros -- Hermann Hesse, Gibran Jalil Gibran y la pandilla -- se encuentran encima de la radio.
Después de tantos años, ahora escribo esto sobre Mamá… sólo para procurarme algunos puntos de costura en la herida.

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